Por Daniel Ramón Vidal, ADM-Biopolis; Universidad Cardenal Herrera CEU.
La frase que da lugar al título de este artículo fue pronunciada por Hipócrates de Cos hace más de 2500 años. En aquella Grecia clásica en la que la medicina estaba en pañales, donde los medicamentos no existían y la esperanza de vida giraba en torno a los cuarenta años, esa aseveración tenía mucho sentido. Pero, por fortuna, la situación hoy es distinta. En la inmensa mayoría de países, excepto los que sufren hambruna, la esperanza de vida ya pasa de los setenta y tres años. Hemos duplicado nuestra edad de jubilación biológica por cuatro cuestiones fundamentales: desde hace décadas potabilizamos el agua de consumo, la medicina ha logrado una elevada eficiencia de diagnóstico, se han desarrollado tratamientos terapéuticos o quirúrgicos para la inmensa mayoría de patologías y disponemos de un arsenal de drogas farmacéuticas eficaces en un porcentaje altísimo de enfermedades. Por todo ello, no tengo duda de que si Hipócrates viviera en la actualidad modificaría el contenido de su frase y muy probablemente diría algo parecido a “que tu alimento prevenga tu salud y sea el mejor aliado de tus medicinas”. Y quiero de eso hablarles en los siguientes párrafos, de cómo debemos trabajar de una forma inteligente para explicar al consumidor las potencialidades y las limitaciones de futuro de ese binomio “alimentación-salud”, un sector de negocio emergente que implica tanto a la industria agroalimentaria como a la farmacéutica.
¿Cuál o cuáles han sido los resultados científicos más importantes durante los últimos años en este binomio “alimentación-salud”?
Los alimentos y bebidas saludables comenzaron su expansión en la década de los ochenta del pasado siglo en Japón con la estrategia FOSHU. Desde entonces, a lo largo de estos ya más de cuarenta años, han llegado al mercado muchos suplementos nutricionales consistentes en ácidos grasos, fibras, minerales, vitaminas, extractos botánicos o probióticos, pero también alimentos y bebidas funcionales enriquecidos en los mismos. Todos estos productos han constituido lo que podríamos llamar la “primera generación de la nutrición funcional”. Desgraciadamente, y reconociendo que muchos de estos productos han sido eficaces, en muchos más casos de los deseables, estos desarrollos tenían mucho marketing y poca ciencia. Lo realmente excitante es que a lo largo de estos cuarenta años la ciencia ha descubierto la forma de secuenciar genomas y llegar a lo más íntimo de cualquier ser vivo.
Este conocimiento genómico dibuja desde hace veinte años un nuevo escenario en el que conocemos el genoma de millones y millones de personas y, por ello, cada día se describen más mutaciones en genes que nos predisponen a desarrollar determinadas enfermedades. En base a ello se puede hacer una medicina preventiva, pero también una alimentación preventiva. Basta citar un caso: gracias al actual conocimiento del genoma humano sabemos que hay al menos tres mutaciones en nuestros genes que nos predisponen a desarrollar cáncer de colon. Esta es la mala noticia. La buena es que un individuo que porte una de estas mutaciones reducirá un 80% la posibilidad de desarrollar este cáncer si sigue una dieta que favorezca el tránsito intestinal y elimine el estreñimiento. Y la genómica aun ha hecho más. Gracias a su ayuda hemos descubierto que nuestro cuerpo está lleno de bacterias y que estas bacterias se concentran en nuestro tracto digestivo e interaccionan con lo que comemos, de forma que dependiendo de la composición de esta microbiota intestinal, así llamamos a este colectivo microbiano, nuestra salud será mejor o peor.
Nutrición de precisión: ¿ciencia o marketing?
Si aunamos todo lo descrito en el párrafo anterior, a fecha de hoy estamos en condiciones de secuenciar el genoma y el microbioma de un individuo determinado y, en base a los resultados obtenidos, pautar una dieta adecuada a su “situación ómica”. A esto lo llamamos nutrición de precisión. Técnicamente es perfectamente posible. El problema es el coste y de qué forma llega a la sociedad. En Estados Unidos, y también en Asia Pacífico y Europa, han surgido varias compañías que ofertan esta secuencia del genoma o el microbioma, pero curiosamente no ambos, y en base a sus resultados sugieren dietas personalizadas. Muchos científicos son escépticos a las mismas. Bajo mi punto de vista estamos todavía empezando a construir los cimientos de ese edificio que llamamos nutrición personalizada. No tendrá sentido hablar de ella si no analizamos todo, el genoma, el microbioma y el entorno cultural-gastronómico del individuo. Esta visión holística es la correcta y no tengo duda de que en los próximos años veremos mucho trabajo al respecto. Será entonces, en base a todos esos datos socio-culturales y científicos, cuándo podremos construir la definitiva “segunda generación de la nutrición funcional”.
¿Qué debemos hacer para maximizar los usos del binomio alimentación-salud?
Algo muy simple: confiar en la Ciencia y dejar trabajar a los científicos. La industria agroalimentaria debe entender que se enfrenta a un futuro complejo, donde los nuevos desarrollos no se obtienen en semanas cambiando la etiqueta o el sabor del producto. La nutrición funcional requiere investigación científica rigurosa y eso implica tiempo y dinero. Además, no deberemos cometer el error de desarrollar estos nuevos alimentos funcionales sólo para la gente con poder adquisitivo y ganas de innovar en su alimentación. Deberemos llegar a la gente malnutrida y a los ancianos que viven solos, por citar dos ejemplos extremos. Y no bastará sólo con esto. Parejo a la investigación científica deberemos contar a la sociedad por qué y para qué necesitamos estos nuevos alimentos y bebidas. Porque si no lo hacemos generaremos un prejuicio y, como decía Albert Einstein, “es más fácil desintegrar un átomo que romper un prejuicio”.